domingo, 7 de septiembre de 2014

MARTINIS, PABLO Pensar la escuela más allá del contexto

 Publicado en Martinis,  Pablo (2006) (comp.),  Pensar la escuela más allá
del contexto, Montevideo, Psico Libros.
Sobre  escuelas  y  salidas:  la  educación como posibilidad,  más allá del
contexto.
Pablo Martinis.
Lo que puede por esencia un emancipado es ser
emancipador:  dar,  no la lleve del  saber,  sino la
conciencia  de  lo  que  puede  una  inteligencia
cuando  se  considera  igual  a  cualquier  otra  y
considera cualquier otra como igual a la suya.
  Jacques Rancière
1. La entrada.
Las  formas  a  través  de  las  cuales  definimos  a  los  actores  de  lo  educativo
condicionan la posibilidad de desarrollo de prácticas educativas. No es indiferente desde el
punto de vista de los resultados de un acto educativo que un maestro o educador considere
que un alumno o educando tiene posibilidad de aprender un contenido cualesquiera que sea
o que  “no le  da  la  cabeza”.  Tampoco es  indiferente  que  una  gestión educativa  o una
sociedad crean que sus docentes son profesionales de la educación o meros ejecutores de
acciones concebidas y predefinidas por otros.
Indudablemente,  todas estas perspectivas circulan en los imaginarios que sobre la
educación construye la sociedad uruguaya y en los discursos,  más o menos informados,
más  o  menos  científicos,  que  socialmente  se  producen.  A  su  vez,  en  los  ámbitos
específicamente vinculados a lo educativo se generan también discursos que compiten entre
sí por fijar sentidos, dar cuenta de la realidad “tal cual es”.
Lejos de reflejar la “realidad tal  cual  es”,  todo discurso,  en tanto constelación de
significados,  se construye desde su carácter  diferencial (adquiere sentido en el marco de
cadenas o sistemas discursivos más amplios), inestable (el significado no se fija de una vez
y para siempre)  y  abierto (es  siempre susceptible de ser  ligado a nuevos  significados)
(Buenfil,  1991).   Ello  no  implica  desconocer  la  pretensión  de  veracidad  y  totalidad
inherente al carácter ideológico de todo discurso en tanto que,
"Formación  discursiva  específica  que  involucra  ideas,  actos  y  relaciones,  objetos  e
instituciones, articulados en torno a una significación particular, {que se caracteriza por}
autoproclamarse como un sistema de significados originario, fijo, total, positivo, completo,
universal y no susceptible de ser desmantelado" (Buenfil, 1991: 6).
Cuanto más un determinado discurso consiga ocupar el lugar del “sentido común”
en relación a la percepción que en una sociedad se construye sobre una temática específica,
tanto más se reforzará su pretensión de totalidad y de exclusión de otras posibles formas de
significar esa parcela de lo social.En este sentido,  nos interesa detenernos en algunas de las perspectivas desde las
cuales se significa a los sujetos de las prácticas educativas,  específicamente en el campo
problemático  que  se  genera  a  través  de  la  intersección  de  espacios  educativos  con
situaciones  de  pobreza.  Sostenemos  que  algunas  de  estas  construcciones  clausuran  la
posibilidad de la educación para poblaciones ubicadas en situación de pobreza, en tanto que
otras permiten concebir  otras posibilidades.  Evidentemente,  la primacía de unos u otros
discursos no cesa de producir efectos en relación a la posibilidad de la construcción de una
sociedad más justa.
2. La clausura. El “niño carente”: sujeto ineducable y peligroso.

En el cruce del campo de la educación con diversas situaciones de pobreza se ha
desarrollado  un  discurso  que  pone  el  énfasis  en  el  carácter  de  carentes social  y
culturalmente de los niños pertenecientes a sectores “marginales” o “excluidos”. A su vez,
se concibe  a la escuela como una institución que asiste y contiene a estos  niños.  Los
maestros,  por su parte,  son presentados como técnicos a los que hay que capacitar  para
trabajar con "esos niños" (Martinis, 2006).
El  discurso educativo vigente luego de la ola de dictaduras  que asoló el sur  de
América  en  los  años  setenta  y  comienzos  de  los  ochenta  ha  estado  muy  fuertemente
centrado en la noción de equidad, en un marco discusivo en el cual dicha noción tendió a
ocupar el mismo espacio que la noción igualdad, propia del discurso político pedagógico de
la década de los años sesenta,  aunque no con el  mismo significado.  Se entiende como
equidad la posibilidad del  desarrollo de acciones para lograr igualar a los sujetos en sus
puntos de partida,  para que luego se desarrollen según sus potencialidades.  Esta noción
naturaliza la desigualdad en los puntos de partida, la construye como un dato a priori. La
naturalización de la desigualdad instala la injusticia como un hecho,  como un dato de la
realidad.
Es común asistir a la enunciación de discursos sociales, políticos y educativos en los
cuales  la naturalización de la  desigualdad es  nombrada como “diferencia”.  Desde esas
construcciones diversos sujetos ocuparían posiciones desiguales en la estructura social (y
en los procesos educativos) en función de poseer algunas características innatas/adquiridas
en una conjunción de herencia familiar  e influencia del  medio social.  En el  caso de los
sujetos  que  viven  en  situación  de  pobreza  este  discurso se  construye  vinculado  a  las
nociones  de  ineducabilidad  y peligrosidad.  Los  pobres,  sujetos  difícilmente  educables,
tienden naturalmente a conductas  socialmente reprobadas linderas  con la violencia y el
delito.  Desde este lugar  es  lógico que se avance en la construcción de una cadena  de
equivalencias que articula: niño pobre = niño carente = fracaso escolar = sujeto en riesgo =
sujeto peligroso = delincuente.
Así construidas las cosas, se instala como un dato de la realidad la preocupación por
la  seguridad,  siempre  producida  por  el  otro,  por  el  inadaptado.  El  problema  de  la
inseguridad forma parte de la agenda política uruguaya en forma ininterrumpida al menos
en los últimos quince años. Es interesante hacer notar que la “sensación de inseguridad” se construye recurrentemente sobre la base del miedo que conlleva el hecho de poderse ver
agredido por quienes, en términos generales,  son denominados como “los marginados” o
“los excluidos”.  La inseguridad se construye así  como directamente relacionada con los
efectos que en los cuerpos de los incluidos podrían producir las acciones de los excluidos.
Llamativamente no ocupan el mismo lugar en la construcción de la noción de inseguridad
los efectos de las acciones de quienes se mueven en el ámbito de la especulación financiera
o  directamente  del  delito  financiero,  capaces  de  colocar  en  jaque  a  toda  la  sociedad
uruguaya y de duplicar de un día para el otro el porcentaje de población uruguaya viviendo
bajo la línea de medición de la pobreza, tal como sucedió en agosto de 2002.
La preocupación por el tan temido “estallido social” o por las acciones violentas de
los  pobres  produce  un  estado  permanente  de  alarma,  de  inquietud.  Este  estado es
convenientemente estimulado por  la propalación periódica de acciones  de violencia por
parte de los medios masivos de comunicación, principales constructores de la sensación de
inseguridad.  De  esta  manera  nos  acostumbramos  a  vivir  en  una  sociedad  que
permanentemente cree estar  ubicada en los límites de lo posible y lo tolerable desde el
punto de vista legal,  una sociedad en permanente estado de excepción.  En términos  de
Agamben:
“…  conforme  a  una  tendencia  activa  en  todas  las  democracias  occidentales,  la
declaración  del  estado  de  excepción  está  siendo  progresivamente  sustituida  por  una
generalización sin precedentes del  paradigma de la seguridad como técnica normal  de
gobierno” Agamben, 2005: 44).
El “paradigma de la seguridad” se constituye así en el referente fundamental desde
el cual pensar las intervenciones de las diversas políticas públicas que se “ocupan” de la
pobreza. Centrarse en el problema de la inseguridad permite evitar la consideración de las
problemáticas que están en la base de la producción de situaciones de violencia. Es claro
que:
“El terror por la inseguridad se usa para tapar la miseria haciendo un desplazamiento
discursivo:  no se muestra a los chicos en el  origen de la miseria,  cuando son víctimas
primeras de una sociedad que no les proporciona seguridades básicas, sino cuando ya son
delincuentes.  Se  ocultan  las  situaciones  en  las  cuales  los  pobres  son  víctimas  de  la
inseguridad.  Se  provoca el  terror  antes  que  la solidaridad.  Así  resulta difícil  que  las
cámaras de TV apunten a las víctimas antes que se conviertan en victimarios. Los menores
interesan cuando violan no cuando son violados. Cuando matan, no cuando presencian la
violencia,  cuando la comparten por televisión,  cuando sus familias no soportan más la
miseria y se desintegran,  ahí  está la violencia,  esa profunda que marca para siempre”
(Puiggrós, 1999: 52).
La naturalización de la desigualdad ubica a las políticas que la hacen posible como
políticas de la producción de la injusticia.  Naturalmente,  en el centro de este proceso se
ubican las políticas económicas y subsidiariamente las sociales y educativas (o la educación
deviniendo una política social). La sociedad aparece claramente dividida en dos segmentos:
el de los que tienen derechos y el  de los que atentan contra los mismos. Se produce un proceso de fragmentación social  que tiene su correlato en el  sistema educativo,  el  cual
también sufre una situación de fragmentación.
Una  política  educativa  o una  intervención educativa  puntual  que  sea  concebida
desde esta perspectiva niega la posibilidad de la educación en tanto concibe al otro desde su
carencia o desde su peligrosidad.  Lo concibe desde lo que no tiene y prefija un destino,
anticipa un futuro clausurando la posibilidad de acontecimiento de lo nuevo, lo diferente, lo
impensado.
Es desde aquí que entendemos se produce una situación de emergencia educativa
(Martinis,  2005).  Le  emergencia  se  produce  no  por  la  irrupción  del  contexto  en las
instituciones educativas sino por la renuncia que una sociedad asume de su responsabilidad
educativa en relación a los nuevos, a los recién llegados. Concebir al otro como indigno de
recibir un legado constituye la entronización de la desigualdad educativa, la producción de
la injusticia.  Es necesario insistir permanentemente en que  los nuevos no tienen ninguna
responsabilidad por el mundo con el que se encuentran y tienen el derecho que se les haga
un lugar en él. Hacer un lugar, hospitalariamente, es responsabilidad de los adultos (Arendt,
1996). En términos políticos el único actor que puede asegurar la construcción de ese lugar
para todos los nuevos es el Estado. Estado del cual todos formamos parte, pero en relación
al cual no todos tenemos el mismo nivel de responsabilidad. Existen responsabilidades de
gobierno que no pueden ser omitidas y frente a las cuales todos deberíamos erigirnos en
garantes de su cumplimiento.
Es claro que desde esta perspectiva pensar “la educación en contextos de pobreza”
no tiene sentido.  A lo sumo se puede pensar  en prácticas  de caridad, de asistencia,  de
prevención o de control puro y duro. Esto abre un menú de posibilidades en el cual lo único
que está indefectiblemente ausente es la posibilidad de humanización.
Debe quedar claro que en tanto no se alteren las pautas de distribución de la riqueza
en nuestras sociedades,  queda ancho y abierto el  camino de la necesidad de justificar  a
través  de  la  educación  y  las  biografías  las  desigualdades  sociales.  Ante  esto  estamos
llamados a la resistencia y a la toma de postura.
3. La posibilidad. El otro como sujeto de la educación.
Se trata de hacer  referencia a una posibilidad:  un educador,  una institución, una
política educativa que sostienen frente a un otro un posicionamiento contra lo inexorable,
contra  todo  futuro  definido  de  antemano.  Este  posicionamiento  parte  de  la  base  de
reconocer que el futuro siempre depende las acciones y las decisiones de los hombres y las
mujeres,  contra cualquier  profecía tecno – estadística.  Contra cualquier anticipación que
pretenda fijar un destino.
Este educador y esta institución pueden recibir el nombre de maestro / profesor y
escuela, siempre y cuando acordemos que no se agotan en esos nombres la posibilidad de lo
educativo y que,  fundamentalmente estamos en presencia de adultos que obstinadamente
recrean  instituciones  en  las  cuales  se  pueda  dar  trámite  a  la  herencia.  Esto  es
responsabilidad de todo adulto que puede delimitar un espacio material y simbólico para dar curso a este trámite. Mucho hay aquí por aprender, sin ningún tipo de romanticismo, de
las  estrategias  educativas  que  se  recrean  desde  los  sectores  populares,  resistiendo  el
despliegue de lo que parece inevitable.
Esta posibilidad –el posicionamiento contra lo inexorable- parte de una afirmación
desmesurada,  disonante,  que podemos  tomar  del  binomio Jacotot  – Ranciere:  todas  las
inteligencias son iguales (Ranciére, 2003).
La premisa de la igualdad de las inteligencias constituye una ficción teórica, como
suele recordarnos Graciela Frigerio. Esta ficción teórica tiene un efecto fundamental, el de
abrir posibilidades. Abrir una posibilidad supone concebir al otro como capaz de habitar esa
posibilidad, ser un sujeto de la posibilidad. Esta es justamente la posición opuesta a la de
visualizarlo como un carente.  En este sentido,  ¿existe alguna diferencia entre un maestro
cualquiera y un alumno cualquiera? No.  Ninguna.  Son iguales  en tanto sujetos  de una
inteligencia. Eso no depende de contextos, ni de necesidades básicas. Es un dato a priori.
Se trata de no reproducir, en el marco de una relación (educativa) que es, y debe ser,
asimétrica, las desigualdades instaladas en las relaciones sociales. Es así como la educación
puede constituirse en una de las formas de la justicia: partiendo de la base de la igualdad de
las inteligencias, aunque ello suponga ir contra el sentido común de una sociedad que finge
demencia.
Posicionarse desde el  reconocimiento del  otro como sujeto capaz de habitar  una
posibilidad supone asumir una posición marcada por una perspectiva ética. En este sentido
nos parece particularmente interesante ubicar  la perspectiva de la ética de la autonomía
planteada por José Luis Rebellato.  Para Rebellato esta postura ética tiene que ver con la
intencionalidad de la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas  (Rebellato,
1997). De esto se trata precisamente ubicar al otro como sujeto de posibilidad, concebirlo
desde el deseo de su plena realización en una comunidad de iguales en la cual se de forma a
instituciones  que  garanticen  las  condiciones  de  existencia  de  esa  comunidad.  Es  muy
importante tener en cuenta que: “La justicia supone, a su vez, la exigencia de la igualdad.
No es posible el  florecimiento de la diversidad de formas y de planes de vida,  si  no se
garantiza una estructura que asegure igualdad. Igualdad no equivale a uniformidad, sino a
condiciones que fomenten el desarrollo de las diversidades" (Rebellato, 1997: 4).
El reconocimiento del otro como sujeto supone trascender el cálculo mezquino de
quien  entiende  que  ese  otro  se  encuentra  fijado  a  una  trayectoria  social  marcada  de
antemano por las características sociales del medio social y familiar en el que crece. Ante
esa profecía que se apura en clausurar posibilidad y definir destinos, es necesario recuperar
el carácter básicamente incalculable de la acción educativa. Trabajando desde la premisa de
la  igualdad  puedo  dar  curso  a  una  intervención  educativa  en  relación  con  otros,
intervención acerca de la cual me está vedado poder anticipar resultados y que constituye
una forma de “mantener juntos la memoria y la posibilidad” (Cornu, 2005). No es posible
predefinir  los recorridos que el  sujeto habrá de poder  realizar  una vez que accede a la
constatación de su capacidad de aprender, de conocer el mundo. Es en este sentido que la
acción  educativa  se  ubica  en  la  dimensión  de  lo  incalculable.  Puedo  trazar  hipótesis,
conjeturas,  pero no definir  a priori  el  resultado de mi  acción.  Este no poder  saber nada sobre  el  resultado  de  la  acción  educativa  es  el  que  da  sentido  a  la educación  como
conformación de sujetos, no de clones.
En definitiva se trata de colocarse frente a un sujeto singular y a una experiencia. No
un sujeto vacío sino alguien designado como digno.  Alguien a quien ofrecer una cultura
desarrollando un acto de profunda justicia. Alguien a quien ofrecer objetos comunes y un
lugar habitable, hospitalario, para que se encuentre con ellos.
4. La salida. Una educación que trascienda el contexto.
No  es  posible  desconocer  que  muchas  veces  en  nuestras  prácticas  educativas
cotidianas la posibilidad de desarrollar  una intencionalidad y de pensar un futuro,  choca
violentamente con el problema de los condicionamientos que la realidad económica y social
coloca a las  capacidades  de desarrollo de los  sujetos.  Obviamente,  la referencia  a esta
situación  es  absolutamente  inevitable  en un contexto  histórico  y social  en el  cual  las
biografías personales y las trayectorias sociales parecen condenar a los sujetos, más allá de
cualquier intervención posible. En definitiva, no está de más la pregunta acerca de ¿cuál es
el lugar que la sociedad capitalista ofrece a los niños y adolescentes de sectores populares?,
en función de ello: ¿qué valor tiene lo que nosotros les ofrecemos?
Estas preguntas atraviesan hoy todo sistema, acción o política educativa preocupada
por el tema de la justicia y deben ser abordadas. Es claro que los efectos de las políticas que
han  producido  la  injusticia  entran  diariamente  a  nuestras  instituciones  educativas  de
múltiples  formas,  la más  cruel  de las  cuales  es  la de su inscripción en los  cuerpos  de
nuestros niños y adolescentes.
En sintonía  con lo desarrollado por  Patricia  Redondo,  con quien hace  ya  años
venimos compartiendo preocupaciones y reflexiones en relación a estos temas,  podemos
decir que:
“La similitud de las preocupaciones relevadas a lo largo de estos últimos cinco años en
multiplicidad  de  encuentros  con maestros  de  distintos  puntos  del  país,  de  Uruguay  e
incluso de Chile nos permiten señalar que, sentados en una misma mesa, la mayoría –de
los  que  trabajan en barrios  difíciles-  construyen un mismo relato,  el  de  las  penurias
cotidianas,  el  de  los  sacrificios  por  mantener  la escuela y  el  de  la caída de  amplios
sectores (incluso el propio sector docente) en una mayor pauperización, de la cual no se
vislumbra salida y donde el  enseñar parece una tarea fuera de lugar,  dislocada en el
espacio y el tiempo” (Redondo, 2006: 112).
El  tema  es  que,  como  diariamente  sostienen  también  muchos  de  aquellos  que
trabajan en esos  barrios difíciles,  es justamente en la obstinación (término también muy
utilizado por Redondo) de sostener esa “tarea fuera de lugar” en donde algo de lo educativo
puede producirse y donde el trabajar como educador recobra cotidiana y dificultosamente
su sentido.Se trata de una intervención improcedente, desubicada, si nos basamos en aquellos
discursos  sobre  la  educación  que  pretenden  fijar  la  escuela  al  “contexto”  en  que  se
encuentra  ubicada.  La  desubicación,  la  improcedencia de  estos  maestros,  profesores  y
educadores es la que cotidianamente introduce una interrupción en la enunciación de los
discursos que pretender fijar origen – contexto y futuro. Se trata de trascender lo dado,  lo
que hay, para poner a disposición lo extraño, lo exótico, lo improcedente; aquello que es
derecho de todos y no privilegio de algunos.
Es  claro  que  el  mantenerse  atado  a  “lo  dado”  produce  inmovilidad,  parálisis
(mantenerse pegado a la “tradición heredada” diría Castoriadis,  la que inhibe cualquier
proceso de surgimiento de la imaginación radical, entendida esta última como aquella que
permite pensar algo que todavía no está pero que puede existir). En todo caso, puede ser
que lo educativo se trate de algo vinculado a permitir  el  desarrollo de una imaginación
radical, permitir pensar en un futuro que no está (el futuro nunca está) pero que puede ser.
El  rescate  y  la  apertura  de  una  posibilidad  suponen  una  acción  educativa capaz  de
trascender la inmovilidad que produce una situación que “parece” inmodificable.
En definitiva: Intervenir. La tarea que tenemos los educadores entre manos hoy se
trata de no abstenernos de intervenir, no omitirnos en tanto otros, en tanto sujetos de más
allá del contexto. Otros y contrarios a toda “asepsia pedagógica” que señale la primacía de
unos contextos, unos intereses y unas motivaciones. Urge recordar que un Maestro (así con
mayúscula, llámese maestro, profesor, educador, adulto) es aquel capaz de dejar una huella.
Esta huella  tiene que ver  con trasmitir  algo,  a la vez que se establece  un vínculo.  La
posibilidad de dejar una huella tiene que ver con eso que se trasmite pero sobre todo con el
vínculo  que se establece.  El  tema es  que en términos  pedagógicos,  el  vínculo no tiene
sentido sin un objeto de conocimiento. Es a esto a lo que los que practicamos este oficio
llamamos relación educativa.
El espacio del vínculo es un espacio de cuidado del otro y, a la vez, de exigencia. El
cuidado tiene que ver con la asistencia y la acogida, con el recibimiento del otro y con una
preocupación por las condiciones materiales y simbólicas desde las cuales está siendo parte
de la relación educativa. La exigencia tiene que ver con la tensión que se introduce en la
relación cuando se desafía al  otro a hacerse cargo de la potencia de desarrollo de una
inteligencia de la que es portador.  Ahí reside el misterio de una forma de relación entre
sujetos que se resiste a ser atrapada por cualquier anticipación acerca de sus resultados y
por cualquier “cálculo educativo”, por más bienintencionado que sea.
Recordemos algo: no se puede ser educador sino se aspira a conservar algo, si no se
apuesta  a  trasmitir,  legar  algo.  Esto,  siempre  supone  una  violencia,  a la  vez  que  una
apuesta:  creer  que el  otro puede  hacer  algo con eso que se le  lega; más  allá  de toda
determinación y de todo contexto. Allí, en eso no previsto que un otro puede hacer con algo
que le es legado, es donde está la salida, el futuro, lo que vendrá a recordarnos que esta
historia no ha acabado.
Bibliografía. Agamben, Giorgio (2005), Estado de excepción, Bs. As., Adriana Hidalgo Editora.
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Martinis, Pablo (2006) “Educación, pobreza e igualdad: del "niño carente" al "sujeto de la
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Meirieu, Philippe (2001), La opción de educar. Ética y pedagogía, Barcelona, Octaedro.
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Rancière, Jacques (2003), El maestro ignorante, Barcelona, Laertes.
Rebellato,  José  Luis  (1997),  Horizontes  éticos  de  la  práctica  social  del  educador,
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orillas, Bs. As., del estante editorial.

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